Enki dejó escapar un sonoro suspiro mientras miraba con aire distraído la figura de barro.
—¿Es necesario, mi señor? –dijo un ser enjuto y alargado a su lado, como si hubiera sido estirado por las extremidades con algún instrumento de tortura.
—Eso me temo, Isimud.
El sirviente guardó silencio por un instante mientras meditaba su respuesta. Inspiró profundamente; sus pulmones se llenaron de aire terroso y húmedo, como la del taller de un alfarero rodeado de vasijas secándose al aire.
—Pero su presencia en la Tierra diezmará la humanidad… —dijo al fin. Se detuvo de nuevo. Su voz se había quebrado—. Mi señor, después de todo el trabajo que ha realizado insuflando a tantos.
Isimud acompañó su frase con un ademán que pretendía abarcar la inmensidad de una sala sin paredes perimetrales ni límites aparentes, repleta con miles de figuras humanas hechas de barro. La mayoría traqueteaban sin moverse de su pedestal, impulsadas por un resorte interno que bufaba y hacía que las estatuas desprendieran vapor por las juntas de las articulaciones, la boca y los orificios nasales. Otras, no obstante, todavía permanecían estáticas, esperando el hálito vital.
—Además —continuó Isimud—, los humanos nunca han gozado de un periodo tan largo de paz y prosperidad. La decisión de insuflar al Rey…
—¡Basta, sirviente! –cortó Enki con brusquedad. Isimud agachó la cabeza, avergonzado por su osadía—. ¿Qué valor tiene algo si uno no teme perderlo? No es sensato insuflar a un héroe como él y dejarlo tanto tiempo sin dificultades. —Enki se había acercado, arrastrando las pisadas, a la estatua de barro del Rey, y se quedó mirándola fijamente—. En los humanos, todo lo grandioso se torna vil y miserable.
«No solo en los humanos», pensó Isimud con resentimiento. Sin embargo, no dejó que el sentimiento se reflejara en su cara. En su lugar, asintió complaciente. Enki miró de soslayo a su sirviente. No era tan opaco para su omnisciente visión como Isimud pensaba. Le dio una sonora palmada en el hombro y dijo:
—¡No te lo tomes tan a pecho, Isimud! Además, esto es muy aburrido ahora, ¿no crees? Las intrigas de palacio son la flor de la vida, Isimud. Mira, ven.
Enki acompañó a Isimud hasta otra de las estatuas que vibraba y bufaba vapor por sus juntas. Representaba a una mujer de la nobleza: la primera, en realidad, a juzgar por la corona que llevaba sobre la cabeza. A su lado, la estatua de un joven desaliñado con un instrumento musical, también de barro, entre sus brazos. A pesar de su cercanía en aquella sala infinita, sus ojos miraban hacia horizontes y sueños en las antípodas.
—Tan cerca y tan lejos, ¿verdad? –preguntó Enki sin esperar respuesta mientras clavaba sus puños en los respectivos corazones de la Reina y del Trovador. El barro, que aparentaba suficientemente sólido y seco para quebrarse ante la maniobra de Enki, se volvió maleable alrededor de sus puños—. ¿Qué pasaría si, de repente, la Reina sintiera una atracción terrible hacia este muchacho? —Hizo unos giros con las muñecas mientras fruncía el ceño y, a continuación, los retiró. El barro que protegía el corazón volvió a secarse al instante, recuperando cada uno de los detalles que tenía justo antes.
Isimud asistió perplejo a un cambio sutil en las miradas de las figuras de barro. Un brillo sutil; el mismo destello en los dos.
—Pero… pero, señor –Isimud estaba escandalizado. Miró con aire de súplica a su señor, que giró sobre sus talones.
—Intrigas de palacio, Isimud, intrigas de palacio. ¡Qué aburrido si todo fuera siempre igual!
El sirviente salió corriendo tras su señor. La deformidad de su cuerpo le hacía correr de una forma desgarbada. Llegó jadeando al lado de Enki, que miraba con aire pensativo a una escultura todavía inerte. Esto no impedía leer en sus ojos una historia de envidia que alimentaba una ambición desmedida.
—Intrigante ¿verdad, Isimud?
—¿Perdón, señor?
—En realidad está aquí con nosotros, pero a ojos de sus congéneres no lo está. Cuando le insufle la vida, nacerá entre los humanos, crecerá y cumplirá con la historia que puedes ver en esta magnífica figura de barro, pero no será más que una imagen, una ilusión. Nadie sabrá nunca que su esencia está aquí, en este lugar.
—Nadie a excepción de nosotros, señor –corrigió Isimud.
—Claro, claro, viejo amigo –rio Enki. A continuación, levantó la mano como para dar un beso a distancia, llenó los pulmones de aire y sopló en una cálida exhalación que recorrió la estatua del Traidor desde los pies hasta la cabeza.
Amo y sirviente se quedaron mirando en silencio lo inevitable. Un ronroneo se activó en su interior y la figura empezó a temblar. Unas finas columnas de vapor se elevaron desde el interior del barro. En un lugar a eones de allí, nació un niño que traicionaría a su rey.
—Intrigas de palacio, mi querido amigo.
Isimud miró a un lado y a otro para asegurarse de que Enki no estaba cerca. Lo escuchó canturrear lejos, mientras alteraba los corazones de las estatuas de barro para su diversión. Tiró de una argolla semienterrada en el suelo y descendió por una escalera de caracol hasta el subsuelo, para llegar a una sala igual de infinita que la superior, pero con solo una decena de esculturas.
Se acercó a una de ellas, que exhalaba vapores al igual que las de los humanos. Isimud miró fijamente a la figura de barro que era idéntica a Enki. Observó a otra figura inerte a su lado: otro dios, pero al contrario de lo que se podía leer en la mirada de Enki, solo transpiraba oscuridad y destrucción. Su barro era del color de la piedra volcánica.
De repente, la figura de Isimud ya no parecía tan contrahecha, y su aire de servidumbre se había disipado. Acercó la mano a sus labios e insufló una bocanada vital a la oscura escultura, que se despertó con un sobresalto. Isimud se giró hacia la figura de Enki y, con un inocente aire de disculpa, dijo:
—¿Qué valor tiene algo si uno no teme perderlo?
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