Áster miró, una vez más, la foto que tenía junto a su hermano Jack. Ambos vestidos solo con un pantalón corto y unas sandalias de goma, sin camiseta y con el mismo corte de pelo. Tendrían unos cinco años. Eran dos gotas de agua, tan iguales que, muchas veces, incluso su madre los confundía. De hecho, para evitar esa confusión, su madre les regaló un colgante con la inicial de cada uno: una A y una J. Aunque ellos se los intercambiaron casi desde el primer día.
Se guardó la foto en un bolsillo de sus pantalones, y se dirigió a la salida de su tienda, no sin antes coger el fedora que colgaba junto a la cazadora de piel marrón, vieja y gastada, que había llevado su padre en su juventud.
El sol cegó sus ojos durante los instantes que tardó en ponerse sus gafas Ray-Ban clásicas, esas que tenían forma de pera, y que colgaban de uno de los botones de su camisa ocre de lino. Se dirigió andando hacia las excavaciones donde su equipo estaba trabajando. Estaban excavando en Hermópolis Magna, en busca del templo de Seshat: la diosa egipcia de la escritura y la historia.
Llegar hasta allí le había costado. Había discutido con el rector, había chantajeado a uno de los mecenas de la Universidad para que le financiara el proyecto y había sobornado a los funcionarios locales para que no metieran sus narices en la excavación. También sabía, pues no era algo que la gente se molestara en ocultarle, que no caía bien entre los miembros de su equipo. Pero, mientras trabajaran, no era algo que le preocupara demasiado. La aprobación y el cariño de la gente no entraban dentro de sus prioridades vitales, nunca lo habían hecho.
Cuando llegó al lugar de trabajo, bajó por la escalera de mano que daba acceso a la zona que estaban excavando. Sintió las miradas de reprobación de la gente, pero las ignoró, igual que tantas otras veces, para dirigirse a la apertura que habían descubierto la tarde anterior. Dio orden de que todos se quedaran fuera, lo que provocó murmullos de malestar; seguro que después de aquello aumentarían las bromas que ya circulaban sobre su ego, y si sobre todo aquello era una forma de compensar otras carencias. Que siguieran con aquello, no le importaba ni lo más mínimo.
Flanqueó aquella especie de puerta con el corazón golpeándole fuerte en el pecho: tenía la intuición de que iba a descubrir algo único. Encendió la linterna que dibujó un triángulo en el suelo, y se adentró en la oscuridad. Tras unos minutos de caminar, su linterna iluminó una figurilla; representaba a una mujer, con una estrella en la cabeza y, sobre ella, un par de cuernos hacia abajo, en una mano llevaba una caña de escritura y en la otra, una paleta de escriba: era Seshat, sin duda. Junto a ella, dos piedras grandes tenían dibujadas dos hojas de árbol, como si de un marco se tratara, y en su interior, una serie de jeroglíficos.
Áster acercó el haz de luz a la piedra y comenzó a leer. Conforme avanzaba en la lectura, su cabeza le decía que aquello era imposible: estaba leyendo la descripción de acontecimientos que no sucederían hasta milenios después de que aquello se hubiera escrito. Sentía como su mente procesaba todo esa información e intentaba encontrar una explicación lógica para esas piedras.
Incapaz como era de asimilar lo que acababa de leer, decidió que lo mejor era intentar sacar la figurilla de Seshat que había descubierto; dejó la linterna en el suelo para coger, con ambas manos, aquella imagen. Pero, antes si quiera de que hubiera acabado de darse la vuelta para salir de allí, tropezó con la linterna y, con una mezcla de miedo, incomprensión y sorpresa, vio como la estatuilla se hacía añicos contra el suelo. De pronto, una luz blanca inundó la estancia y, en un acto reflejo, Áster agarró fuerte el colgante en forma de J que llevaba en su cuello, mientras una voz de mujer comenzaba a hablar.
—Tú, Áster Leser, que te mueves por el mundo sin que nada ni nadie te importe, entras en mi casa para romper mi imagen y leer aquello que no debe ser leído por ningún mortal. ¿Cómo te atreves? Tú, una simple humana, pretendes comprender lo que estaba destinado a ser leído solo por los Dioses. Tú, mujer, debes ser castigada por tu osadía. Yo te condeno a permanecer encerrada en mis dominios, los libros. Solo aquel que en verdad te ame podrá rescatarte. Solo aquel que lea podrá averiguar tu paradero. Dime, Áster Leser, ¿tienes a alguien dispuesto a arriesgarse por ti de esa manera?
Antes de que la luz se cerrara sobre ella, Áster pudo oír un grito que salía de su colgante: en algún lugar, su hermano Jack lo había oído todo.
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