—¿Pero qué diablos habéis hecho? –El señor Omar remarcó cada una de las sílabas que componían la pregunta mientras su tez se encendía de ira. Tenía los puños lívidos de tanto que los estaba apretando. Sus dos empleados dieron un paso atrás por precaución.
—Señor Omar, en el protocolo ponía diez, y yo le pinché diez. ¿Qué he hecho mal? –dijo el chaval más joven mientras se rascaba la cabeza.
—¡El protocolo está descrito con las medidas internacionales! –chilló Omar furioso—. ¡Tenías que meterle diez centilitros, no diez onzas líquidas!
El otro ayudante, más mayor, chasqueó la lengua a su lado.
—Eso quiere decir… —Volvió a rascarse la cabeza para resolver un cálculo que nunca llegó.
—Quiere decir, pedazo de inútil, que le has pinchado tres veces la dosis máxima.
Los empleados se apartaron a ambos lados, como el telón de un teatro, para dejar a la vista a un hombre que miraba en silencio al vacío con aire bobalicón.
—Y el primer ministro, ni más ni menos. –El señor Omar se echó las manos a la cabeza y enterró la mirada en el suelo, huyendo del pánico que asomaba por una esquina de su mente.
Si no hubiera sido porque el primer ministro tenía los ojos abiertos, cada uno mirando en una dirección, y por un leve brillo que irradiaba de su pupila derecha, cualquiera hubiera concluido que estaba muerto. El empleado de mayor edad se acercó a comprobar si todavía le latía el corazón. Cuando apartaba la cabeza de su pecho, tuvo que reprimir una risotada. Obviando el hecho de haber dejado catatónico al primer ministro con una sobredosis, cosa que, con casi toda seguridad, iba a ser la ruina de TransMind, nadie podía negar que la estampa silenciosa del político resultaba divertida.
—¿Fue durante la transferencia o al regresar? –preguntó el señor Omar, tratando de sopesar la situación.
—Al regresar. De hecho, se corrió una buena juerga, ¿sabe, señor Omar?
El chaval más joven condujo al señor Omar a una sala llena de pantallas y le acercó un formulario rellenado por el primer ministro.
—¿Esto es lo que contrató? –El señor Omar no pudo evitar dejar escapar un silbido—. Quién hubiera pensado que iba a tener estos gustos.
—Sí. –Su joven empleado le rio el comentario.
—¿Dónde está su marioneta?
—Lo que queda de ella, más bien. —El chaval señaló uno de los monitores. En él se podía ver a un chico de cuerpo atlético, enfundado en una especie de bodi de brillante cuero negro repleto de tachuelas, que a duras penas ocultaba parte de su cincelado cuerpo. Alrededor de él, por encima, incluso probablemente dentro de alguna de sus oquedades corporales, estaban diseminados los restos sanguinolentos de lo que había sido una hora antes el cuerpo de otro muchacho. El que todavía estaba vivo gritaba y sollozaba mirando en dirección a la cámara.
—Pon el audio –ordenó el señor Omar.
—¡Por Dios, sacadme de aquí, mis servicios no incluían esta barbaridad, sacadme ya de aquí, quiero salir!
—Basta.
El empleado pulsó el botón que cerraba el canal de audio.
—Vamos a ver si podemos recapitular y buscar una solución –dijo el señor Omar mientras se rascaba los ojos—. Viene el señor ministro a TransMind… por favor —se lamentó—, el primer ministro ni más ni menos… bien, no nos desviemos. Rellena el formulario en el que pide ser transferido a… —Hace una pausa mientras busca un punto concreto en el papel—. Cito textualmente: «El cuerpo de un muchacho joven y musculoso, como el del anuncio de colonia en el que un chico se da un chapuzón desde un yate, y luego vuelve a cubierta con los abdominales chorreando agua». Bien. Quiere tener un, digamos, encuentro con otro chico de mismas características físicas. En observaciones nos indica que el cuero negro y reluciente es un plus.
—Todo correcto hasta ahí, señor Omar.
—Entonces, un inútil chovinista que se cree que Inglaterra es el ombligo del mundo, le inocula diez onzas líquidas de nuestro suero para transferencias en lugar de diez centilitros; es decir, tres veces más de lo que puede tolerar un cuerpo humano.
—Ahm… —El empleado asiente levemente, aunque en realidad estaba tratando de dirimir si la expresión «chovinista» era un insulto o no.
—La transferencia se produce –continúa el señor Omar—, el primer ministro se corre la juerga de su vida y… ¿qué pasó a continuación?
—Pues, señor Omar, supongo que la dosis de más hizo de las suyas. Empezó a ponerse muy nervioso y, cuando era el momento de retornar a su cuerpo, empezó a lanzarse a toda velocidad contra las paredes. Mientras que el chaval se destrozaba ahí, vimos que el cuerpo del primer ministro empezó a quedarse así como está ahora, un poco silencioso, pero divertido.
—¿«Silencioso, pero divertido» dices?… —El señor Omar se estaba encendiendo de nuevo.
El joven empleado volvió a hacerse un poco atrás, por si su jefe decidía finalmente estrellarle un puñetazo en la cara por su ineptitud. Sin embargo, su curiosidad no impidió que le preguntara algo:
—Señor Omar, ¿dónde está su mente ahora?
—¡Y a mí qué me importa! ¿No ves que tenemos un problema bastante grave aquí? ¿Qué crees que puede pasar si se descubre que el cerebro del primer ministro se convirtió en una babosa en TransMind? ¿Crees que el problema lo vas a tener tú, necio?
—Vale, vale… yo sólo lo decía porque menudo desperdicio de cuerpo, ¿no?
Una idea cruzó la mente del señor Omar. Aquel inepto le había mostrado una posible solución que, además, le dejaba en una situación bastante interesante. Fantaseó con la idea durante unos minutos y, finalmente, dijo:
—Si te pido que me inocules el suero de transferencia a mí… ¿te asegurarás de que la dosis sea la correcta esta vez?
—Por supuesto, señor Omar. ¿Cuál quiere que sea su marioneta? –El empleado miró de soslayo la pantalla donde seguía gritando el chico cubierto de sangre y restos humanos.
—No me va eso, no te preocupes. Estaba pensando en empezar una carrera política, pero desde lo más alto.
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